Wednesday 9 March 2011

Y ella que se peina....

Caminaste hasta la puerta de su casa como cualquier otro día. La última vez juraste que no volverías, que ya no, que ya estaba, que listo, que punto. Y caminaste esta vez, olvidando todo lo antes jurado, lo que te habías repetido millones de veces en tu cabeza, lo que habías prometido. Olvidaste todo y caminaste hasta allí otra vez.
¿Qué vestías? Lo de siempre, unas zapatillas viejas, un jean y una remera. Nunca fue lo tuyo fijarte bien qué llevas puesto, no sentís que eso te defina, te marque, te haga ser quien sos. Pero quizás ni sepas quién sos. Y ella, a quien ayer vi en la cama, ella ayer pensaba que no tiene una conexión real con nadie. Real es una palabra fuerte, prefiere “profunda”. No conoce a nadie que la conozca completamente y ayer, mientras se debatía entre salir a vivir o quedarse encerrada, pensó que quizás vos fueras el único que podría, en un futuro, llegar a conocerla.
Ella sabe cómo autodefinirse. Sabe quién es y lo que podría llegar a conseguir, pero por ahora no le importa hacerlo.
Llegaste y tocaste timbre,  nunca lo habías hecho antes. Miraste si en el buzón alguien más le había dejado una carta y te sentiste vencedor otra vez, al comprobar que ella sigue siendo tuya. Silbaste bajito una canción que nadie conoce, o sí, y esperaste que te abra. Y cuando sucedió, todo en lo que te apoyabas cayó, y temblaron tus piernas y caíste vos también. La viste hermosa, como si ella se hubiera puesto hermosa sólo para vos, desafortunadamente, recordaste que ella no sabía que la visitarías y comprobaste una vez más, que ella es hermosa per sé.
-        -  Me quedé sin libros. ¡Qué hermoso está el parque!
No te habló, caminó a tu lado, pero desde lejos. No sé explicar qué fue bien lo que pasó. Te ofreció sentarte en el banco, pero recordaste que la última vez no lo habían hecho y te molestó el recuerdo. Sacudiste la cabeza, tratando de despojarte de tu memoria dudosa. No le hiciste caso y sacaste de tu bolso un puñado de  dulces de colores que a ella le fascinan. Antes siempre eran cartas y chocolates. Cartas, chocolates y cigarrillos. Sus ojos se llenaron de arco iris de azúcar y una pequeña sonrisa se apoderó de la parte inferior de su cara.
Así pasaron varios veinte minutos. Tardó en idear una frase, vos sabías que ella no iba a regalarle ni una sola palabra al azar, que todo estaría pensado, que no le gustó pedirte que te fueras, que una parte de ella estaba anclada a ese día y su idea de despegarse de esta historia. Si ella fuera quien la escribe, entonces hubiera proseguido el relato con un solo protagonista, eso anhelaba con furia, un solo protagonista. Vos.
Cuando por fin desenvolvió un puñado de frases, lograste entender que entre ustedes nada había cambiado y que tu idea de volver sin ser esperado había sido un gran acierto. Siempre son ustedes, aún cuando no se sienten corpóreamente juntos.
Te maravilló ver como su pelo brillaba al sol y como, uno a uno, comió los dulces. ¿Creés que te hubiera recibido si no los traías?
Se te ocurrieron unas palabras que podrían convertirse en canción: “Y ella que se peina, y no para de peinarse. Una y otra vez, más fuerte, menos, se saca un nudo, se pone lacia, se mira el espejo y comienza otra vez. Sin contar. Y ella que se peina para ser más linda y pienso que no se puede ser más linda. Y ella que se peina y escribe una carta. Un párrafo, otro, otro más. Y me los dedica, uno a uno, porque yo estoy en su cabeza y el destinatario soy yo.”
Te preguntaste si serías capaz de recordarlas una vez en tu casa, pero instantáneamente las olvidaste y  no te preocupaste en lo más mínimo.
Ella te pidió un favor al que no pudiste negarte.  Y te hizo feliz.
Tomaste aire y trataste de mantener una conversación que no fluía, y que era obvio que no fluiría, ella tenía miedo, o algo parecido al miedo, una mezcla de todos los sentimientos que se asocian con el temor, el terror y la inseguridad; pero vos entendiste a la perfección de qué se trataba eso, porque en el instante que ella se convertía en un papel transparente, fácil para vos leer entre sus líneas, vos te estabas convirtiendo en lo mismo.
-          Dame un beso – le rogaste, y como siempre, y tantas otras veces, la vida se volvió cíclica otra vez. 

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