Tuesday 15 February 2011

Te cuento un cuento de mañanas

A mí lo que me gusta es cuando te levantás inquieta…y hurgás en un bostezo eterno qué parte del sueño que tuviste aún te resulta tangible. Y te quedás con eso un buen rato, y seguís una especie de protocolo inexorable, que se repite mañana tras mañana y es más o menos así…
Primero te desperezás y mirás el despertador, si es muy temprano, cerrás los ojos otra vez y tratás de continuar con el sueño, pero si hay algo que los años te han enseñado, es que eso nunca sucede. Luego repasás detalle a detalle lo que has logrado traducir a palabras, a pensamientos, y lo tratás de vivir. Ayer mismo, sin ir más lejos, te perturbó un sueño en el que salías de una galería que no lo era, viste cómo son los sueños, muchas veces nadie es quién es, los lugares no son lo que son, siempre les das crédito por ser decididamente extraños y poner en jaque tu inteligencia.
La cosa es que la galería no era la galería, sino que era la Universidad, y tus bolsas no eran bolsas de compras, eran los libros, y al salir viste un cantante callejero que tocaba la guitarra… ¡ cómo te gustaría saber qué canción cantaba! Imposible. Y te agarraba del brazo y te pedía que te quedes, o algo así, y el cantante callejero era nada más y nada menos que él. Y otra vez, allí mismo, en el sueño, te preguntaste cuántas noches más ibas a soñar con lo mismo. Con él. Con él que hoy no va a venir. Te lo aclaro, no lo esperes, hoy no va a venir.
Después, el sueño se repitió.
Al despertar, cuando seguiste los pasos inevitables de tu pequeño ritual, le dedicaste el momento más especial a analizar qué significaba todo eso. Y otra vez, ¡otra vez! ,caíste en la trampa de creer que ese sueño tenía un sentido real, qué algo iba a pasar, que el hilo que los unió una vez seguía intacto. La verdad, a veces me sorprendés, no es que me quiera poner de su lado, pero vos misma se lo pediste. Le pediste que se fuera, que corte el hilo, que no vuelva más.
Ya dentro de la trampa, absolutamente imposibilitada para salir, corriste hasta el buzón y te fijaste si te había dejado una carta, como antes, cuando te dejaba cartas en tu buzón más de seis veces al día y vos te ponías el vestido blanco de verano y corrías los cuarenta metros que separan tus sueños de tu buzón, el pelo largo al viento, el sol coloreando tus hombros, una canción hermosa zumbando en tus oídos, las flores doblando para verte y desde lejos te gustaba ver que había un papel que se asomaba, y a veces eran dos y otra tres y así hasta seis.
Bueno, todo eso ya no va a pasar más. Deberías entenderlo. Él no va a escribirte, ni va a visitarte, por lo menos no por ahora. Ya no te quiere como te quería cuando decía que te quería. Ahora te quiere como se quiere a un recuerdo, se aferra a no borrarte, pero no te tiene siempre presente. Es como vos, que te aferrás a un sueño igual a tantos otros sueños y no querés dejarlo escapar, querés que se quede con vos, completo, sin perder ningún detalle, para poder revivirlo cuando te plazca como a un recuerdo. Nadie jamás ha podido convencerte de que los sueños son sólo eso, a vos te gusta pensar que son realidades en un universo paralelo. Realidades realmente reales. Que sucede, que te pasan, que el cantante callejero sí existió, efímero pero eficaz, en otra vida. Y te gusta pensar que tenés dos vidas, una que es de todos, que se ve a simple vista, que le gusta a todos, y una que te fascina a vos, en la que tus deseos se vuelven situación irrefutable, en la que tu voluntad no está doblegada a la imposición social que tanto te fastidia.
Has aprendido a amar a tu otro yo y a conservarlo inmaculado, tan inmaculado que nadie sabe que existe, te llena de orgullo, te refleja, te inspira, te deja ser quien sos. Te engalana y te eleva, como a vos te gusta que te eleven , que te recen.
Tus mañanas son, sin lugar a duda, mi momento favorito de tu día. Cuando sos la mitad de lo que sos y la mitad de lo que querés ser. La mitad de lo que forjaste a sangre, puño y letra y la otra mitad es el intento vano de realizar, perpetrar, tus deseos.

Monday 7 February 2011

Te cuento un cuento de transgresión

Hay algo suelto en el refrigerador. El “refrigerador”.
Hay de todo suelto en esta casa. El candado de la reja está fallado. Sólo basta con darle un pequeño golpecito y puedo entrar sin problemas. A la izquierda veo un pequeño cantero lleno de flores que se han mimetizado con sus vecinas. Los colores indefinidos, ya ninguna pertenece a una categoría especifica y si quisiera delimitar sus colores, debería primero tomarme el tiempo para inventar un nuevo set de vocablos que identificaran con propiedad lo que intento describir.
Y precisamente aquí, frente a mí, justo en el medio de la altísima pared blanca, justo en la entrada, detrás de la reja se halla la ventana. La ventana. El ojo de mis historias, el portal de mis creaciones, una gran boca pintada de verde, un balcón que fanfarronea  dos macetones sin flores. Me agacho hasta convertirme en un pequeño animal, no más grande que un perro de tamaño mediano y me siento a escuchar. Yo no necesito papel y lápiz para recordar. Mi memoria estuvo siempre supeditada a los momentos que vive y siempre ha encontrado maneras de relacionar sonidos, colores y aromas y traer de vuelta, al tiempo, una frazada de sensaciones que me encierra, me oprime y comprime, y me hace estallar en ínfimos pedacitos de fotografía que no puedo sino contar.
Por eso cuento tu historia, porque me lo pide la memoria.
Así como estoy, agachado, en cuclillas, con un dolor en las articulaciones que requeriría que inventase otro set de palabras para describirlo (y no tengo ganas, realmente) escucho que has elegido un disco que adoro, e intuyo que estás fascinada con este día de sol que encontraste al levantarte, desde que sospechaste, gracias al hilo de luz que se infiltró por el huequito que existe entre el extremo inferior de la puerta y el umbral, que hoy iba a ser un hermoso día. Y recordaste cuando la primavera te tomó por sorpresa y te regaló el estallido de mil jazmines, y recordaste que es hora de sacar del ropero el vestido blanco que heredaste de un recuerdo, que no tenés, que cuando cerrás los ojos podés hasta tocar y te imaginás vistiéndolo y tu pelo es más largo y siempre hace calor y siempre es un buen día para usarlo.
Adivino que has decidido pasar el día descalza. Descalza y con el pelo suelto, y que por propia decisión, y en calidad de actividad que odias, has entrado en un letargo del que te será difícil escapar, aunque no estoy muy seguro de poder calificar al letargo como actividad. Te molesta, lo odiás, no podés entender qué es lo que pasa. M,  ¿qué te pasa últimamente? No podés seguir dos líneas de lectura seguidas sin que tus pensamientos vuelen hacia tiempos futuros, lejanos, imposibles. ¿Qué te pasa? No comés, no regás, no escribís. No caminás ya casi, las rondas ya no son redondas, la vida en sí ya no parece seguir ningún plan. Estás absolutamente entregada a lo que puede ser, no buscás, ¡qué va!, si te veo sentada esperando el famoso “algo” de la vida que tomás sin cuestionamientos y aceptás como ley suprema.
Ya no vas a misa ni te interesan tus amigos. Has dejado de desear un perro de compañía y hasta podrías afirmar que los animales no te gustan. No has tocado un libro desde la última vez que él te visitó y te rogó que le leyeras unos párrafos al azar, párrafos sobre los que desearías vomitar ahora mismo, aunque te aterra ensuciar el vestido ficticio que llevás puesto.
Si sólo pudieras arrancar de cuajo las páginas que hoy parecen haberse vuelto enemigas de tus sentimientos más puros. Si pudieras suprimir la imagen grabada en tu cabeza… el gomero, el vestido blanco que aún no te resignas a tirar, su cabeza sobre tu regazo, el cuerpo sobre el pasto, la total inhibición de las funciones del banco y tu tan afamada pérdida de poder, el sometimiento a la voluntad ajena,  la completa sumisión, el dolor que te absorbe, te sobrepasa, te anula, te hace renunciar a todas las creencias que juntaste durante todos los años de tu vida.
Y decidís que los zapatos te aprietan, que quizás no sea simplemente una rima, que es verdad que las medias te dan calor…
Me detengo a pensar en mi infidencia, en este pequeño horror que ha sido bajarme del auto a espiarte. Que he cruzado un límite que hasta ayer parecía inquebrantable, que he pecado y que no me arrepiento, no me arrodillo ante nadie porque no debo justificar mis ansias, no rezo, no hay plegarias. He transgredido hasta el punto mismo del voyeur.
Y me gusta mirarte cuando estás tan sola que hasta te atreverías a llorar.
Y contar tu historia que no es más que la mía y la de él.
Y pensar, pensar por un momento quizás, que podrías ser mía. Como el día que conté el cuento desde el balcón, y pensaba este imperceptible driver, junto a un amigo que te amó, en que si fueras por un segundo más perspicaz, podrías ver más allá.
Lo que me queda es esto, el relato, el brote de memoria, el pequeño delito de mirarte, admirarte y contarle a él de que se trata todo tu ser.